miércoles, 1 de noviembre de 2017

2. Jerusalén: mi compañera de aventuras

Realmente no tiene ningún sentido hablar de mi experiencia en Jerusalén sin antes detenerme en un punto importante. Lo digo porque es algo que ya me ha pasado. Yo respondiendo a la pregunta “¿qué tal en Jerusalén?”:
“Jo, nos lo pasamos genial. Fuimos a (…). Nuestros amigos (…). Y además solíamos (…). La verdad es que tuvimos mucha suerte.”

“Vaya, me alegro mucho. Pero una cosa: ¿por qué hablas en plural?”

Ah cierto, se me olvidaba. Es que había otra becaria. O, si preferís, otra loca a la que no se le ocurrió nada mejor que hacer en verano más que irse de prácticas a Oriente Medio. Y como era un plan que daba vértigo –porque irse tan lejos y tan sola a un sitio tan distinto al principio da vértigo–, estuvimos en contacto desde que publicaron las listas de seleccionados.

En cuanto salió el listado oficial busqué corriendo quién se había llevado la otra plaza en el Consulado General de España en Jerusalén. Lo que encontré fue, cuanto menos, gracioso; cuanto más, una casualidad que acabaría dando mucho juego: las dos becarias de Jerusalén nos llamábamos Ana y Ane. Ale, Zipi y Zape. Y, como una servidora es una gran fanática del stalking por las redes sociales, tras llevar a cabo una exhaustiva investigación de su futura compañera de oficina, me enteré además de que ella también era morena de rizos. ¿Algo más?

Le escribí por Facebook. Lo típico: hola, te he visto en las listas, enhorabuena (o lo siento porque te va a tocar soportarme), qué estudias, de dónde eres. Después de eso convenimos tácitamente compartir piso durante nuestra estancia en Tierra Santa (porque uf, qué miedo, a saber qué nos podía tocar), y empezamos a buscar piso. Compramos los vuelos más o menos a la par y fuimos tachando los días en el calendario.

Un 1 de julio en el aeropuerto de Ben Gurión: Mohammed –el chófer del Consulado-, pancarta con nuestros nombres (en realidad con el mío dos veces: primera manifestación de la gran (des)gracia de llamarnos casi igual, esta vez en perjuicio de Ane) en mano; yo a su lado, luchando por pescar WiFi para preguntar a Ane si había aterrizado. No fue difícil identificarla entre todos los que salieron del vuelo procedente de Múnich (tuvo que hacer escala allí).

“¡Ane, hola!” la saludé agitando el brazo para que nos viera.

Y así, dos maletas rojas, dos azules, dos Anas y un Mohammed, emprendieron su viaje a Jerusalén. 


***

Ane es de Leioa (Bilbao) e hija de una madre de más de ocho apellidos vascos y de un padre que en sus tiempos mozos sobrevivió un mes sólo en Tailandia sin tener ni idea de inglés –pero ni la más mínima idea- comunicándose a base de dibujos. Aprovecho para darle las gracias tanto a Marian como a Iñaki por aquellos días en los que me acogieron e hicieron que de verdad me sintiera como una hija más, y por haber traído a una chica tan maravillosa al mundo. Ane tiene un año menos que yo y estudia Relaciones Internacionales. Su sueño siempre ha sido trabajar en la ONU y estuvo el último año de intercambio en Nueva York. De hecho, tiene el Empire State tatuado en el tobillo izquierdo. Y es súper vasca. De éstas que escriben en WhatsApp aberraciones al castellano tales como “estau”, “mirau”, “buscau”. Y de éstas que dan unos golpes que no veas. Porque cuando habla necesita asegurarse de que el receptor tiene los cinco sentidos puestos y, claro, no hay mejor modo de hacerlo que dando un manotazo a su interlocutor. Y como su interlocutor solía ser yo la mayor parte de las horas del días, mi pobre brazo sufrió hasta que terminó por hacerse inmune a los brotes euskérikos de mi amiga. ¿Amiga? Pues hombre, terminamos siéndolo, claro que sí. Nos lo dijimos un 1 de agosto (es decir, en el mesversario del comienzo de nuestra aventura) en una playa de Tel Aviv mientras comíamos ensalada de menta y frambuesas y shakshuka en un chiringuito. Hasta entonces nada, que las cosas de palacio van despacio.

Pero una cosa es cuándo formalizamos nuestra bonita amistad y otra cuándo y cómo floreció aquélla. Porque en el hostil y seco Oriente Medio, también florecen cosas.


***

No tardé mucho en darme cuenta de la increíble suerte que había tenido con Ane. De hecho, fui consciente de ello desde los primeros días. Y sé que ella tampoco estaba mal conmigo, porque cuando hablaba con su madre de mí cambiaban al euskera, y yo le oía responder que oso ondo, es decir, que muy bien. Personalmente, para mí todo fue sobre ruedas desde que estuvimos al recaudo de Mohammed.

Los primeros días nos alojamos en el Abraham Hostel. Desde ahí pretendíamos decidirnos entre los pisos que habíamos visto por Internet y ya asentarnos. En el hostal nos hicimos amigas de Brian, un joven profesor holandés que se había embarcado en la aventura de visitar esas tierras sólo y que nos daba clases de Historia cuando coincidíamos. También nos dio un buen susto un día en el que amanecimos y vimos que se había cambiado de litera -por lo que el tío había dormido encima de la ropa que había preparado para ir al trabajo al día siguiente- porque vete tú a saber cómo había vuelto por la noche. Hasta que un día, con el piso elegido, las prácticas empezadas, y un entusiasmo incontenible, dos maletas rojas, dos azules y dos españolas, emprendieron su aventura en Jerusalén.

Por aquel entonces, Ane y yo paseábamos fascinadas por calles desconocidas junto a una desconocida. Pero la cosa era así: estábamos (solas y) juntas en esto. Y realmente siempre supimos que iba a ser así. Desde el día 1 fuimos un equipo. Lo que sí que no sabíamos era que íbamos a encajar tan bien. Así, Ane resultó ser una persona que compartía la misma ilusión/sorpresa/embeleso/curiosidad que sentía yo cada paso que daba; una chica con la que podía pasar indiferentemente una hora dentro de una tienda de libros o media dentro de una de anillos; y que quería vivir la misma experiencia que yo. Porque no todo el mundo que pasa por Jerusalén quiere vivir la misma experiencia. Por eso soy plenamente consciente de la suerte que tuve de encontrar a alguien que quisiera vivir en el barrio musulmán, hacer amigos locales, pasar el menor tiempo posible en casa, apuntarse a clases de árabe durante su estancia, probar todos los tipos de comida que pudiera, visitar todos los museos y ciudades que alcanzara, y que estuviera dispuesta a cruzar checkpoints con elevada frecuencia y a dejarse llevar un pelín. También tuve suerte de encontrar a alguien que supiera entenderse con el Google Maps. Y, sobre todo, tuve mucha, mucha suerte de encontrar a una chica con la que compartir despacho, casa, cama, tiempo, risas, lágrimas, sueños e ilusiones, fuera fácil.

Efectivamente, fuimos un equipo desde el día 1 tanto para merodear como para trabajar y para socializar. Por eso, un día nos dimos cuenta de que nos faltaba algo.

“Vale, necesitamos un idioma clave. Necesitamos algo para cotillear y comunicarnos sin que nos entiendan los demás. Evidentemente, no nos vale ni el español, ni el inglés, ni el francés. Árabe no sabemos el suficiente y, si supiéramos, no nos serviría ni con los de Ramallah ni con Suhaib. Sólo nos quedan el vasco y el alemán. Una tiene que enseñar a la otra”.

Claro, la guerra estuvo en quién enseñaba a quién cuál. Ane: que alemán no, que ése es más internacional y que seguro que alguien lo habla, que igual uno de nuestros cónsules nos podría entender. Yo: que vasco no, que para qué, que es muy difícil y que, además, dos de la OTC son vascas, así que tampoco es del todo secreto. Al final ganó Ane. Tampoco es que me diera unas clases magistrales de su segunda lengua, pero me enseñó conceptos clave como “¿goazen?”, para preguntar a la otra si nos íbamos cuando no queríamos estar más en un sitio; y “polita”, para decirnos cuándo alguien nos parecía guapo. Así, un día de agosto en el festival de Shepperds en Beit Sahur, a metro y medio de un guardia de seguridad palestino:

“¡Ane, Ane, el puertas polita!”

***

Si hay algo en lo que Ane y yo batimos el récord como equipo en los tres meses que pasamos juntas fue en andar. Ane tenía el contador este en el móvil -el mío se había declarado en huelga-, y cada día seguíamos entusiasmadas el crecimiento exponencial de nuestros pasos. Es que nos marcábamos unas pateadas considerables. Había tanto que ver… Pero la pateada suprema – y que fue una de las primeras aventuras (o desventuras) que viví con Ane – no fue por curiosidad, sino por tozudez.

Un taxista, sudoroso, grueso, persistente, en la parada donde se cogía el autobús de vuelta a Jerusalén desde Belén:

Mafish bus! No bus!

Y Ane y yo, que no. Erre que erre. Esto venía a que la semana pasada le habíamos visto al susodicho decir lo mismo y, dos minutos después, había llegado el autobús. Pero nosotras no éramos tontas y no nos iba a timar. Un amigo del taxista dijo que, por lo que estaba pasando en Jerusalén (acababa de estallar la crisis de la Explanada de las Mezquitas), no iba a pasar el autobús. Algunos que también esperaban se iban subiendo al coche de otros taxistas que también llevaban un rato insistiendo. Pero Ane y yo nos manteníamos firmes. “La, shukran, we will wait for the bus”, declinábamos serias dispuestas a esperar. Un cura franciscano nos miraba dubitativo y con los ojos llorosos. Que no se preocupara, que el bus llegaría.

Final inesperado: dieron las ocho y media y el bus jamás llegó. Total, que Ane y yo decidimos ir al checkpoint andando. El pesado del taxista seguía llamándonos, pero la frontera no estaba lejos y el conductor no podía cruzar, así que, para qué. Así que terminamos atravesando el checkpoint a las nueve de la noche sin medio para volver por cabezotas. El franciscano estaba atacado. Cuando cruzamos no había ni autobuses ni taxis. Lo que sí que había era un joven muy typical american que estaba en las mismas que nosotros. Nos dijo que, según Google Maps, estábamos cerca.

Esta es la breve historia de cómo volvimos a pata de Belén a Jerusalén un cura franciscano, su madre de 83 años, un joven americano que estaba en Tel Aviv haciendo una investigación sobre murciélagos, Ane y yo. Tardamos alrededor de una hora y conseguimos el récord de pasos en la aplicación de Ane.

Cuando llegamos a Jerusalén, fuimos a comer un bagel y a escuchar a la pareja judía que tocaba en la calle Jaffa.

***

Esto fue sólo el comienzo, allá cuando Ane y yo empezábamos a cogerle gusto a salir del Consulado y, tras alejarnos una distancia prudencial, empezar a comentar el día en el trabajo; cuando todavía no usábamos la ropa de la otra tanto como la nuestra y antes de que le preparara el desayuno todos los días (la primera vez que lo hice fue por su/mi santo y, desde entonces, como yo casi siempre madrugaba, me encargaba del café árabe). La cantidad de aventuras que Ane y yo compartimos durante los meses de julio, agosto y septiembre prefiero contarlas aparte, porque considero que Ane en sí misma es un episodio esencial de Jerusalén. Sé sobradamente que mi experiencia allí no habría sido lo mismo sin una compañera de aventuras como mi amiga vasca. Por eso quiero agradecerle no sólo que fuera como ya he descrito, sino el apoyo incondicional que supuso para mí en ese tiempo. Que Dios le pague la paciencia que tenía cuando íbamos andando y, de repente, me daba por esconderme y dejarle hablando sola, o su sumisión a mis constantes conciertos y mis meteduras de pata en la cocina. Tampoco olvidaré el apoyo que me dio con una competición de Derecho en la que ella tuvo que aguantarme en todas sus fases de selección, entrevista y entregas, sobre todo cuando la última noche me mandó ese mensaje de “ÁNIMO CAMPEONA, YA FALTA MENOS PARA DORMIR”. Sobra decir que le debo ataques de risa interminables y que pude compartir con ella reflexiones, recuerdos y tristezas. Hubo un día en el que rezamos juntas aunque Ane no fuera cristiana, y pedimos/dimos gracias por un montón de cosas, y al final parecía que no nos íbamos a dormir nunca. También sobra decir que echo de menos andar por la calle con ella y que se tropiece una, la otra se parta de risa más que ayudar y que, cinco minutos después, pase al revés. Echo de menos el goazen, el polita y todo lo que nos terminamos diciendo con miradas. Echo de menos ser las becarias y redactar telegramas con ella. Echo de menos ser Ane y Ana, Beyoncé y Jennifer López, Maya y Noa. Lo que daría por volver a cenar falafel juntas sentadas en las escaleras de la Puerta de Damasco. 




***


Nos compramos un anillo la una a la otra en la tienda que más nos gustó de todas las que visitamos (por cierto, el mío se me coló el otro día por la zona de enchufes de la biblioteca de mi uni; aprovecho el contexto amoroso para contártelo. No obstante, moví cielo y tierra y los de mantenimiento lo sacaron; el viernes me lo devuelven) y yo me llevé unos pendientes que nos compramos a pachas para dárselos la próxima vez que nos viéramos. A pesar de que ya no tenga que soportarla hiperactiva antes de dormir -porque no hay quien la calle-, nos hablamos a diario. Un día cualquiera por Instagram:

“Qué haces desayunando alubias, qué asco”.

“Míticas alubias dulces inglesas, que hablas sin saber, sabelotodo”.

(Es que Ane es muy snob y viaja mucho, disculpa).

También la he contratado como traductora oficial cuando me encuentro términos en euskera en Patria, de Fernando Aramburu:

“Traductor: "bietan jarrai" y "ongi etorri" y "zure borroka gure eredu".

“La primera, "seguido"; la segunda, no me puedo creer que no te la sepas: es "bienvenido". Y la última, "tu lucha es nuestro ejemplo".”

“Tía nunca me diste la bienvenida al volver de correr, no es mi culpa que no sepa "bienvenido".

“Porque quería practicar árabe, no euskera, que ya sé.”

“Tampoco me lo dijiste en árabe, bonita.”

***


Un 21 de septiembre en el aeropuerto de Ben Gurión: Mohammed, Ane y yo. Nosotras, llorosas. Mohammed metiéndonos prisa. Un abrazo de los largos. Y así, Ane y Ana, terminaron su aventura en Jerusalén.


No sabes lo que he aprendido de ti y lo que te puedo admirar. Eres una chica increíble. Qué suerte he tenido de que hayas querido compartir conmigo mucho más que el nombre.

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