miércoles, 1 de noviembre de 2017

2. Jerusalén: mi compañera de aventuras

Realmente no tiene ningún sentido hablar de mi experiencia en Jerusalén sin antes detenerme en un punto importante. Lo digo porque es algo que ya me ha pasado. Yo respondiendo a la pregunta “¿qué tal en Jerusalén?”:
“Jo, nos lo pasamos genial. Fuimos a (…). Nuestros amigos (…). Y además solíamos (…). La verdad es que tuvimos mucha suerte.”

“Vaya, me alegro mucho. Pero una cosa: ¿por qué hablas en plural?”

Ah cierto, se me olvidaba. Es que había otra becaria. O, si preferís, otra loca a la que no se le ocurrió nada mejor que hacer en verano más que irse de prácticas a Oriente Medio. Y como era un plan que daba vértigo –porque irse tan lejos y tan sola a un sitio tan distinto al principio da vértigo–, estuvimos en contacto desde que publicaron las listas de seleccionados.

En cuanto salió el listado oficial busqué corriendo quién se había llevado la otra plaza en el Consulado General de España en Jerusalén. Lo que encontré fue, cuanto menos, gracioso; cuanto más, una casualidad que acabaría dando mucho juego: las dos becarias de Jerusalén nos llamábamos Ana y Ane. Ale, Zipi y Zape. Y, como una servidora es una gran fanática del stalking por las redes sociales, tras llevar a cabo una exhaustiva investigación de su futura compañera de oficina, me enteré además de que ella también era morena de rizos. ¿Algo más?

Le escribí por Facebook. Lo típico: hola, te he visto en las listas, enhorabuena (o lo siento porque te va a tocar soportarme), qué estudias, de dónde eres. Después de eso convenimos tácitamente compartir piso durante nuestra estancia en Tierra Santa (porque uf, qué miedo, a saber qué nos podía tocar), y empezamos a buscar piso. Compramos los vuelos más o menos a la par y fuimos tachando los días en el calendario.

Un 1 de julio en el aeropuerto de Ben Gurión: Mohammed –el chófer del Consulado-, pancarta con nuestros nombres (en realidad con el mío dos veces: primera manifestación de la gran (des)gracia de llamarnos casi igual, esta vez en perjuicio de Ane) en mano; yo a su lado, luchando por pescar WiFi para preguntar a Ane si había aterrizado. No fue difícil identificarla entre todos los que salieron del vuelo procedente de Múnich (tuvo que hacer escala allí).

“¡Ane, hola!” la saludé agitando el brazo para que nos viera.

Y así, dos maletas rojas, dos azules, dos Anas y un Mohammed, emprendieron su viaje a Jerusalén. 


***

Ane es de Leioa (Bilbao) e hija de una madre de más de ocho apellidos vascos y de un padre que en sus tiempos mozos sobrevivió un mes sólo en Tailandia sin tener ni idea de inglés –pero ni la más mínima idea- comunicándose a base de dibujos. Aprovecho para darle las gracias tanto a Marian como a Iñaki por aquellos días en los que me acogieron e hicieron que de verdad me sintiera como una hija más, y por haber traído a una chica tan maravillosa al mundo. Ane tiene un año menos que yo y estudia Relaciones Internacionales. Su sueño siempre ha sido trabajar en la ONU y estuvo el último año de intercambio en Nueva York. De hecho, tiene el Empire State tatuado en el tobillo izquierdo. Y es súper vasca. De éstas que escriben en WhatsApp aberraciones al castellano tales como “estau”, “mirau”, “buscau”. Y de éstas que dan unos golpes que no veas. Porque cuando habla necesita asegurarse de que el receptor tiene los cinco sentidos puestos y, claro, no hay mejor modo de hacerlo que dando un manotazo a su interlocutor. Y como su interlocutor solía ser yo la mayor parte de las horas del días, mi pobre brazo sufrió hasta que terminó por hacerse inmune a los brotes euskérikos de mi amiga. ¿Amiga? Pues hombre, terminamos siéndolo, claro que sí. Nos lo dijimos un 1 de agosto (es decir, en el mesversario del comienzo de nuestra aventura) en una playa de Tel Aviv mientras comíamos ensalada de menta y frambuesas y shakshuka en un chiringuito. Hasta entonces nada, que las cosas de palacio van despacio.

Pero una cosa es cuándo formalizamos nuestra bonita amistad y otra cuándo y cómo floreció aquélla. Porque en el hostil y seco Oriente Medio, también florecen cosas.


***

No tardé mucho en darme cuenta de la increíble suerte que había tenido con Ane. De hecho, fui consciente de ello desde los primeros días. Y sé que ella tampoco estaba mal conmigo, porque cuando hablaba con su madre de mí cambiaban al euskera, y yo le oía responder que oso ondo, es decir, que muy bien. Personalmente, para mí todo fue sobre ruedas desde que estuvimos al recaudo de Mohammed.

Los primeros días nos alojamos en el Abraham Hostel. Desde ahí pretendíamos decidirnos entre los pisos que habíamos visto por Internet y ya asentarnos. En el hostal nos hicimos amigas de Brian, un joven profesor holandés que se había embarcado en la aventura de visitar esas tierras sólo y que nos daba clases de Historia cuando coincidíamos. También nos dio un buen susto un día en el que amanecimos y vimos que se había cambiado de litera -por lo que el tío había dormido encima de la ropa que había preparado para ir al trabajo al día siguiente- porque vete tú a saber cómo había vuelto por la noche. Hasta que un día, con el piso elegido, las prácticas empezadas, y un entusiasmo incontenible, dos maletas rojas, dos azules y dos españolas, emprendieron su aventura en Jerusalén.

Por aquel entonces, Ane y yo paseábamos fascinadas por calles desconocidas junto a una desconocida. Pero la cosa era así: estábamos (solas y) juntas en esto. Y realmente siempre supimos que iba a ser así. Desde el día 1 fuimos un equipo. Lo que sí que no sabíamos era que íbamos a encajar tan bien. Así, Ane resultó ser una persona que compartía la misma ilusión/sorpresa/embeleso/curiosidad que sentía yo cada paso que daba; una chica con la que podía pasar indiferentemente una hora dentro de una tienda de libros o media dentro de una de anillos; y que quería vivir la misma experiencia que yo. Porque no todo el mundo que pasa por Jerusalén quiere vivir la misma experiencia. Por eso soy plenamente consciente de la suerte que tuve de encontrar a alguien que quisiera vivir en el barrio musulmán, hacer amigos locales, pasar el menor tiempo posible en casa, apuntarse a clases de árabe durante su estancia, probar todos los tipos de comida que pudiera, visitar todos los museos y ciudades que alcanzara, y que estuviera dispuesta a cruzar checkpoints con elevada frecuencia y a dejarse llevar un pelín. También tuve suerte de encontrar a alguien que supiera entenderse con el Google Maps. Y, sobre todo, tuve mucha, mucha suerte de encontrar a una chica con la que compartir despacho, casa, cama, tiempo, risas, lágrimas, sueños e ilusiones, fuera fácil.

Efectivamente, fuimos un equipo desde el día 1 tanto para merodear como para trabajar y para socializar. Por eso, un día nos dimos cuenta de que nos faltaba algo.

“Vale, necesitamos un idioma clave. Necesitamos algo para cotillear y comunicarnos sin que nos entiendan los demás. Evidentemente, no nos vale ni el español, ni el inglés, ni el francés. Árabe no sabemos el suficiente y, si supiéramos, no nos serviría ni con los de Ramallah ni con Suhaib. Sólo nos quedan el vasco y el alemán. Una tiene que enseñar a la otra”.

Claro, la guerra estuvo en quién enseñaba a quién cuál. Ane: que alemán no, que ése es más internacional y que seguro que alguien lo habla, que igual uno de nuestros cónsules nos podría entender. Yo: que vasco no, que para qué, que es muy difícil y que, además, dos de la OTC son vascas, así que tampoco es del todo secreto. Al final ganó Ane. Tampoco es que me diera unas clases magistrales de su segunda lengua, pero me enseñó conceptos clave como “¿goazen?”, para preguntar a la otra si nos íbamos cuando no queríamos estar más en un sitio; y “polita”, para decirnos cuándo alguien nos parecía guapo. Así, un día de agosto en el festival de Shepperds en Beit Sahur, a metro y medio de un guardia de seguridad palestino:

“¡Ane, Ane, el puertas polita!”

***

Si hay algo en lo que Ane y yo batimos el récord como equipo en los tres meses que pasamos juntas fue en andar. Ane tenía el contador este en el móvil -el mío se había declarado en huelga-, y cada día seguíamos entusiasmadas el crecimiento exponencial de nuestros pasos. Es que nos marcábamos unas pateadas considerables. Había tanto que ver… Pero la pateada suprema – y que fue una de las primeras aventuras (o desventuras) que viví con Ane – no fue por curiosidad, sino por tozudez.

Un taxista, sudoroso, grueso, persistente, en la parada donde se cogía el autobús de vuelta a Jerusalén desde Belén:

Mafish bus! No bus!

Y Ane y yo, que no. Erre que erre. Esto venía a que la semana pasada le habíamos visto al susodicho decir lo mismo y, dos minutos después, había llegado el autobús. Pero nosotras no éramos tontas y no nos iba a timar. Un amigo del taxista dijo que, por lo que estaba pasando en Jerusalén (acababa de estallar la crisis de la Explanada de las Mezquitas), no iba a pasar el autobús. Algunos que también esperaban se iban subiendo al coche de otros taxistas que también llevaban un rato insistiendo. Pero Ane y yo nos manteníamos firmes. “La, shukran, we will wait for the bus”, declinábamos serias dispuestas a esperar. Un cura franciscano nos miraba dubitativo y con los ojos llorosos. Que no se preocupara, que el bus llegaría.

Final inesperado: dieron las ocho y media y el bus jamás llegó. Total, que Ane y yo decidimos ir al checkpoint andando. El pesado del taxista seguía llamándonos, pero la frontera no estaba lejos y el conductor no podía cruzar, así que, para qué. Así que terminamos atravesando el checkpoint a las nueve de la noche sin medio para volver por cabezotas. El franciscano estaba atacado. Cuando cruzamos no había ni autobuses ni taxis. Lo que sí que había era un joven muy typical american que estaba en las mismas que nosotros. Nos dijo que, según Google Maps, estábamos cerca.

Esta es la breve historia de cómo volvimos a pata de Belén a Jerusalén un cura franciscano, su madre de 83 años, un joven americano que estaba en Tel Aviv haciendo una investigación sobre murciélagos, Ane y yo. Tardamos alrededor de una hora y conseguimos el récord de pasos en la aplicación de Ane.

Cuando llegamos a Jerusalén, fuimos a comer un bagel y a escuchar a la pareja judía que tocaba en la calle Jaffa.

***

Esto fue sólo el comienzo, allá cuando Ane y yo empezábamos a cogerle gusto a salir del Consulado y, tras alejarnos una distancia prudencial, empezar a comentar el día en el trabajo; cuando todavía no usábamos la ropa de la otra tanto como la nuestra y antes de que le preparara el desayuno todos los días (la primera vez que lo hice fue por su/mi santo y, desde entonces, como yo casi siempre madrugaba, me encargaba del café árabe). La cantidad de aventuras que Ane y yo compartimos durante los meses de julio, agosto y septiembre prefiero contarlas aparte, porque considero que Ane en sí misma es un episodio esencial de Jerusalén. Sé sobradamente que mi experiencia allí no habría sido lo mismo sin una compañera de aventuras como mi amiga vasca. Por eso quiero agradecerle no sólo que fuera como ya he descrito, sino el apoyo incondicional que supuso para mí en ese tiempo. Que Dios le pague la paciencia que tenía cuando íbamos andando y, de repente, me daba por esconderme y dejarle hablando sola, o su sumisión a mis constantes conciertos y mis meteduras de pata en la cocina. Tampoco olvidaré el apoyo que me dio con una competición de Derecho en la que ella tuvo que aguantarme en todas sus fases de selección, entrevista y entregas, sobre todo cuando la última noche me mandó ese mensaje de “ÁNIMO CAMPEONA, YA FALTA MENOS PARA DORMIR”. Sobra decir que le debo ataques de risa interminables y que pude compartir con ella reflexiones, recuerdos y tristezas. Hubo un día en el que rezamos juntas aunque Ane no fuera cristiana, y pedimos/dimos gracias por un montón de cosas, y al final parecía que no nos íbamos a dormir nunca. También sobra decir que echo de menos andar por la calle con ella y que se tropiece una, la otra se parta de risa más que ayudar y que, cinco minutos después, pase al revés. Echo de menos el goazen, el polita y todo lo que nos terminamos diciendo con miradas. Echo de menos ser las becarias y redactar telegramas con ella. Echo de menos ser Ane y Ana, Beyoncé y Jennifer López, Maya y Noa. Lo que daría por volver a cenar falafel juntas sentadas en las escaleras de la Puerta de Damasco. 




***


Nos compramos un anillo la una a la otra en la tienda que más nos gustó de todas las que visitamos (por cierto, el mío se me coló el otro día por la zona de enchufes de la biblioteca de mi uni; aprovecho el contexto amoroso para contártelo. No obstante, moví cielo y tierra y los de mantenimiento lo sacaron; el viernes me lo devuelven) y yo me llevé unos pendientes que nos compramos a pachas para dárselos la próxima vez que nos viéramos. A pesar de que ya no tenga que soportarla hiperactiva antes de dormir -porque no hay quien la calle-, nos hablamos a diario. Un día cualquiera por Instagram:

“Qué haces desayunando alubias, qué asco”.

“Míticas alubias dulces inglesas, que hablas sin saber, sabelotodo”.

(Es que Ane es muy snob y viaja mucho, disculpa).

También la he contratado como traductora oficial cuando me encuentro términos en euskera en Patria, de Fernando Aramburu:

“Traductor: "bietan jarrai" y "ongi etorri" y "zure borroka gure eredu".

“La primera, "seguido"; la segunda, no me puedo creer que no te la sepas: es "bienvenido". Y la última, "tu lucha es nuestro ejemplo".”

“Tía nunca me diste la bienvenida al volver de correr, no es mi culpa que no sepa "bienvenido".

“Porque quería practicar árabe, no euskera, que ya sé.”

“Tampoco me lo dijiste en árabe, bonita.”

***


Un 21 de septiembre en el aeropuerto de Ben Gurión: Mohammed, Ane y yo. Nosotras, llorosas. Mohammed metiéndonos prisa. Un abrazo de los largos. Y así, Ane y Ana, terminaron su aventura en Jerusalén.


No sabes lo que he aprendido de ti y lo que te puedo admirar. Eres una chica increíble. Qué suerte he tenido de que hayas querido compartir conmigo mucho más que el nombre.

lunes, 2 de octubre de 2017

1. Jerusalén: la ciudad

Érase una vez una ciudad mágica. Una ciudad donde los bloques de caliza se erigen en castillos y murallas, donde las piedras del suelo han soportado el peso de muchos pasos y el paso de mucho peso. Érase una vez una ciudad donde un templo se levantó y fue derrumbado dos veces, donde la historia ha borrado los pasos de muchos, pero nadie ha logrado borrar el paso de la historia. Érase una vez los arameos, los babilónicos, los persas, los romanos, los otomanos, los británicos. Érase una ciudad que rezuma santidad, pero que vive condenada a que la tensión no dé tregua. Érase una cúpula dorada, un muro incompleto, un sepulcro vacío. Érase una vez Jerusalén.




Sí, lo reconozco: cuando me enteré de que había sido seleccionada para las prácticas en el Consulado de España en Jerusalén no estaba del todo convencida. Y eso que en realidad visitar esa región de Oriente Medio era lo que más me apetecía si hubiera tenido que elegir un destino de viaje. Esto de “si tuvieras que elegir un sitio, sólo un sitio más que ver en tu vida”: Jerusalén. Pero Jerusalén, como toda la zona de Israel y Palestina, era, pensaba, para visitarla en una semana; no en tres meses. ¿Qué iba a pintar yo ahí tres meses? Seguro que me iba a quedar sin nada que hacer y que acabaría aburrida soberanamente en el Consulado expidiendo visados y atendiendo las pequeñas contrariedades que pudieran acaecer a grupos de españoles mayores que iban a visitar Tierra Santa.
Qué equivocada estada. Al final resultó que Jerusalén no era para pasar tres meses, sino para mucho más. Me faltaron cosas por hacer; y cada día que pasé ahí fue una auténtica aventura.

***

Llegué a Jerusalén en pleno Shabbat, un 1 de julio. Mohammed, el chófer del Consulado, nos había recogido a Ane y a mí en el aeropuerto de Ben Gurión. Las calles, vacías. Ni un alma. Socorro, dónde me he metido. ¡Que es sábado! Interrumpiendo nuestro desconcierto mayúsculo, la voz de Mohammed diciendo que ya estábamos cerca. Fue llegando a la plaza Davidka, donde estaba el hostal donde nos alojaríamos durante los tres primeros días, cuando realmente nos dimos cuenta de dónde íbamos a pasar los próximos meses.
“¡Ane, mira!”, señalando por la ventana.
Por aquél entonces no tenía ni idea de lo normal que se me iba a hacer ver a aquellos hombres de barbas largas, con dos interminables tirabuzones serpenteando paralelos a su rostro, mirada perdida, pasos rápidos y lo que ellos consideraban sus mejores galas: unos abrigos que parecían batas y unos sombreros de pelo que más bien parecían nidos de pájaro. Eran trajes tradicionales de los que habían venido de la Europa del Este que, por una cuestión de tradición e identidad, conservaban como algo cultural. Ese fue nuestro primer contacto con un jaredí.
Como no teníamos nada que comer y nos moríamos de hambre –y de ganas de ver cosas-, decidimos salir a pasear. Nos echamos a recorrer la calle Jaffa, la principal de la zona oeste de Jerusalén. Está atravesada por las vías del tranvía. Tranvía que, evidentemente, en Shabbat no pasa. Las casas son bajas y todas de color arena. Qué silencio. No hay nadie. Qué bonita esta casita. ¿Nos metemos por esta calle?
Y de repente, la ciudad resucita. Así, en un abrir y cerrar de ojos. Visto y no visto. Un hombre sale y sopla por una especie de cuerno: ha terminado el Shabbat. La calle de Ben Yehuda se llena en cuestión de segundos. Todas las tiendas, a rebosar. Jerusalén estaba durmiendo cuando llegamos y había decidido despertarse a las siete de la tarde. Y no se fue a dormir hasta la tarde del viernes siguiente.

***
El mapa de Jerusalén es un caos. La ciudad  está dividida por una línea, conocida como la Green Line, establecida tras la guerra de 1967 y que en la Resolución 242 de la Asamblea General de Naciones Unidas hace las veces de línea divisoria entre lo que sería Israel (oeste) y Palestina (este). Por ello, la diferencia que hay entre la zona oeste de la ciudad, judía, y la parte este, musulmana, es abismal. Y ése era precisamente parte del encanto de vivir en Jerusalén: que en un mismo día podías estar en dos mundos completamente distintos. Al fin y al cabo, con cruzar un semáforo pasabas (aunque no para todo el mundo) de un país a otro. Pero a ésta división hay que sumarle otra más: la Ciudad Vieja, que queda en el lado este de la Green Line, consta a su vez de cuatro barrios: el armenio, el cristiano, el musulmán y el judío.
 
La parte oeste de la ciudad, sobre todo la calle Jaffa y sus alrededores, se parece a cualquier ciudad occidental. Nadie diría que estás en Oriente Medio. Está repleta de bares, restaurantes, y tiendas; y la gente no para. El tranvía tiene problemas para hacerse paso entre la multitud, sobre todo cuando hay algún espectáculo callejero. Sé que no miento si digo que creo que nunca en mi vida he echado tantas horas escuchando música en la calle. Me encanta la gente que pone música a las calles. Creo que es una labor maravillosa y muy poco valorada. Y, por culpa de los músicos callejeros, en Jerusalén yo tenía mucha facilidad para quedarme sin tiempo y sin shékels. Mis preferidos eran una pareja de judíos tradicionales a los que tuvimos la suerte de ver una, dos, y hasta tres veces por semana durante los tres meses que pasamos ahí. Tenían un chiringuito montado que incluía una especie de cochecitos donde llevaban sus altavoces, instrumentos y demás inventos. Él, con su camisa blanca, sus pantalones negros, su barba y su kipá, tocaba la guitarra y cantaba hits americanos con voz rota. Lo daba todo y sabía atrapar al público. Ain’t no sunshine when she’s gone. Detrás de sus gafas de montura de metal, unos ojos verdes cálidos. It’s not warm when she’s away. Cuánto sentimiento. No tardaba en tener a algún americano mochilero al lado del micrófono vociferando a su son. Ain't no sunshine when she's gone, and she's always gone too long, anytime she goes away. Pero a mí la que realmente me fascinaba era ella. Ella era fina y delicada, con rasgos de Europa del Este. Seguía la moda judía: un pañuelo apañado en la cabeza de forma que no dejara ver su pelo salvo dos finas trenzas que caían por su hombro derecho porque tenía un rollo un poco hippie; mangas que le cubrían hasta los codos y falda larga. Tenía la naricita redonda. Me fijé porque siempre la arrugaba cuando tocaba. Y luego, su violín. Parecía que fueran uno sólo. El espectáculo era digno de verlo. De estos que requieren todos los sentidos. Él y su guitarra empiezan; ella mira hacia arriba pensativa y luego le sigue. Él pone el ritmo, ella el sentimiento. Porque lo que ella pone, además de una melodía de violín que mágicamente encaja de maravilla con cualquier tema que esté sonando en ese momento en la radio, es sentimiento. Siente tanto que se mueve. Oscila, de derecha a izquierda, y luego al revés, con todo su cuerpo, con los ojos cerrados, como si el viento –o la música- la mecieran. Me encantaba mirarla. La piel, de gallina. Se está acercando el final de la canción. Tiene los ojos cerrados y mueve el arco del violín como si dibujara en el aire. Y lo hace con tanto ímpetu, con tanta pasión, que cuando termina la canción, se le escapa de las manos y cae al suelo. Mira tímida al público que le aplaude entusiasmado. Y de repente, el pitido del tranvía, que va a pasar.


Subiendo por Jaffa se llega al Mahane Yehuda, un mercado en el que durante el día se vende fruta y, por la noche, cerveza. Así es: el Shuk funciona como un mercado cualquiera durante el día, con sus gritos, sus ofertas y sus cajas volando; y como una zona de bares para el público joven por la noche. Las puertas de los locales están pintarrajeadas con las caras de personajes importantes en la historia del pueblo judío. Filas de lucecitas de colores cuelgan del cielo. El caso es que al Shuk no le falta nunca color. Está formado por un entramado de callejuelas por las que yo jamás llegué a manejarme del todo bien, salvo cuando encontraba la heladería que había establecido como punto de referencia (riquísima, por cierto). Y a lo largo y ancho de todas ellas, toda suerte de restaurantes que se te puedan antojar: un libanés, un italiano, un mexicano, un kurdo. A nosotras nos encantaba el yemení, un sitio donde había un cestito en el que se pedía indistintamente propina y/o números de teléfono y donde trabajaba un chico majísimo que un día, al ver nuestra indecisión con los nombres hebreos, se ofreció a sorprendernos. Desde entonces Ane y yo jamás nos molestamos en coger la carta y nuestro amigo tuvo que sorprendernos unas cuantas veces más. El Shuk, con todo lo que tiene que ofrecer, nunca duerme. Salvo cuando es Shabbat.

***

Jerusalén Este, por el contrario, es como un mundo aparte: sucio, caótico, espontáneo e improvisado, pero con esa esencia de lo árabe que al final acaba por atrapar. Pasear por el barrio musulmán implica ir esquivando pequeños puestecitos de venta que a veces no consisten más que en una mujer anciana sentada en el suelo vendiendo hojas de parra. Las arrugas de sus rostros que asoman bajo sus hiyabs cuentan las mismas historias que las piedras de la ciudad.
Wahad kilo b’ashara! Wahad kilo b’ashara!” grita un joven con una voz cambiada por la pubertad ofreciendo un kilo de algo a diez shékels.


Jerusalén Este, sobre todo la parte de la Ciudad Vieja, se vive por los cinco sentidos. En cuanto cruzas la Puerta de Damasco y bajas el primer escalón te sobreviene una mezcla de olores a especias y a café tan fuerte que cuesta acostumbrarse. Bienvenido a Oriente Medio. Nunca quise pararme a una tienda de especias a ver cuál era la que más destacaba: prefiero recordar ese olor como el de Jerusalén. Este aroma no desaparece a medida que te adentras en el casco antiguo. Tiendas de café, de fruta, de dulces árabes. Se venden zapatillas de deporte de marca y sandalias de cuero artesanales. Puestecitos de cerámica y de baratijas aparecen a ambos lados de una calle estrecha e iluminada por las lámparas de los comercios. Recuerdo que, a los pocos días de llegar a la ciudad, contaba a mis amigas que cuando cerraba los ojos al meterme en la cama automáticamente empezaban a desfilar por mi mente imágenes llenas de color de lo que había visto durante el día. Colgantes y pulseras, pañuelos y faldas, alfombras y tapices. Nunca he visto tantas lámparas y porcelanas juntas. Hello, hello; welcome to my shop. Y las especias, que no sólo se huelen: también se ven. Zumos de frutas de colores tan vivaces que parece que se han hecho con productos del mismo Paraíso. Un hombre con una kufiyya en la cabeza y un bastón fuma un cigarrillo mientras lee el periódico en árabe. Jerusalén se oye entre los clamores de la gente. Los árabes y su costumbre de hablar a gritos. Que se entere el vecino. Las ofertas del frutero; la contraoferta del de delante. Wahad kilo b’ashara! Wahad kilo b’ashara! Y la música de las tiendas, y de las casas, porque ahí se bajan la casa a la calle. No es poco común ver a un grupo de viejos amigos jugando a algún juego de mesa en pleno callejón con la puerta de la casa abierta de par en par. Y mira que al principio la maldecía, pero acabé haciéndome a la música árabe. Eso cuando no sonaba Despacito, que era el tercer idioma local además del hebreo y el árabe. Pero Jerusalén resuena sobre todo cinco veces al día. Un muecín llama al rezo desde cada una de las mezquitas de la ciudad al amanecer (dos veces), al mediodía, a media tarde y al anochecer. De nuevo, bienvenido a Oriente Medio.

***
Jerusalén es única y por eso choca, vengas de donde vengas. Porque ves historia, ves política, ves religión y ves culturas. Y ves vida, muchísima vida. Y gente muy distinta, con nada en común salvo un vínculo indeleble hacia una misma tierra. Ane y yo tardamos un tiempo en hablar cuando paseábamos, no porque no quisiéramos hablar, sino porque lo que nos rodeaba nos dejaba sin palabras. Requería toda nuestra atención. Cuatro ojos castaños. Porque creo que no me equivoco si digo que Jerusalén es el único sitio en el que voy a cruzarme con tantísima naturalidad y frecuencia con grupos de ultraortodoxos que esconden la mirada bajo sus sombreros negros de ala ancha y al cabo de cinco minutos con dos mujeres palestinas cubiertas con un hiyab. En Jerusalén me acostumbré a andar con normalidad entre multitud de militares israelíes cargando una M4 cada uno y a esquivar niños que corrían descalzos por las calles. En un mismo tranvía, a cada lado del pasillo, una mujer leyendo la Torah y un joven del barrio palestino de Beit Hanina. En un mismo mapa, a cada lado de una línea, un mundo.

Érase una vez Jerusalén.


________________________________________________________________________________ 


Once upon a time there was a magical city. A city where the blocks of limestone are raised in castles and walls, where the stones of the ground have borne the weight of many, and a lot of weight. Once upon a time there was a city were a temple was erected and demolished twice; where history has erased many people's passage, but no one has been able to wipe out the passage of history. Once upon a time there were the Aramaics, the Babylonians, the Persians, the Romans, the Otomans, the British. Once upon a time there was a city that exuded holiness, but that now lives condemned to an endless tension. Once upon a time there was a golden dome, an incomplete wall, an empty sepulcher. Once upon a time there was Jerusalem.







Yes, I admit it: when I found out that I had been chosen for the internship in the Spanish Consulate in Jerusalem I was not that convinced. Even despite the fact that visiting that region in the Middle East was what I’d be more willing to do if I were to choose a destination for a trip. Like, “if you had to choose a place, just one more place to visit in your entire life”: that would be Jerusalem. But Jerusalem, like all the area of Israel and Palestine, was, I thought, a place to visit in one week; not in three months. What was I supposed to do there three months? I was certain I’d end up without having anything to do and extremely bored in the Consulate issuing visas and dealing with small setbacks that would occur to groups of old Spaniards visiting the Holy Land.

But how wrong I was. In the end, it turned out that Jerusalem was not a place for spending just three months, but much longer. When I left I still had many things left to do; and every day I spent there was a complete adventure.


***

I got to Jerusalem on Shabbat, on July the 1st. Mohammed, the chauffer of the Consulate, had picked us up at the Ben Gurion airport. The streets were empty. Not one soul to be seen. Help, what have I done. It’s Saturday! Interrupting our unmeasurable bewilderment, Mohammed’s voice announcing that we were already nearby. It was when we were getting to Davidka square, where the hostel where we’d stay for the first three days was, when we actually realized where we were.

 “Ane, look!”, I said pointing out the window.
By that time I had no clue of how usual it would soon be for me seeing those men with long beards, two endless ringlets wriggling parallel to their faces, lost glance, fast pace and what they considered their best fineries: coats that looked like housecoats and hats made out of fur that rather looked more like nests. They were traditional costumes from those who had come from Eastern Europe who, on the grounds of tradition and identity, conserved them as something cultural. That was our first contact with a Haredi.
Since we had nothing to eat and we were dying of hunger –and of curiosity-, we decided to go for a walk. We went all over Jaffa Street, the main one in the Western part of Jerusalem. It is crossed by the railways of the tram. A tram which, of course, does not work on Shabbat. The houses are low and all of them sand-colored. It's all quiet. There’s no one. That house’s so cute. Shall we go down that Street?
And suddenly, the city resurrects. Just like that, in the blink of an eye. A man comes out and blows through a kind of horn: Shabbat’s over. Ben Yehuda Street is full in a matter of seconds. All the shops are packed. Jerusalem was sleeping when we arrived and it had decided to wake up at seven in the evening. And it didn’t go back to sleep until next Friday evening.

***
The map of Jerusalem is a chaos. The city is divided by a line, known as the Green Line, established after the Six Day War (1967) and that in the 242 UN General Assembly  Resolution is the dividing line between what would be Israel (West) and Palestine (East). Consequently, the difference between the western part of the city, Jewish, and the eastern part, Arab, is considerable. And that was precisely part of the charm of living in Jerusalem: the fact that, on the very same day, you could be in two totally different worlds. After all, with just crossing a road you passed (although not for everyone) from one country to another. But to this division you have to add one more: the Old City, which is located on the eastern side of the Green Line, is also made up by four quartiers: the Armenian quartier, the Christian quartier, the Muslim quartier and the Jewish quartier.
The western part of the city, especially Jaffa Street and its surroundings, looks like any other occidental city. No one would say that you are in the Middle East. It is full of bars, restaurants and shops; and people are always in a rush. The tram has trouble making its way through the crowd, especially when there is a street show. I know I don’t lie if I say that I’ve never ever spent so much time listening to music on the street. I love people who put music to the streets. I think it’s a wonderful work that is not worshipped enoug. And in Jerusalem, all because of the street musicians,  I was very likely to find myself without time and without shekels. My favorite ones were a traditional Jewish couple who we were lucky enough to see once, twice and even three times per week during the three months we stayed there. They had a very rare logistic that included some sort of cars where they carried their speakers, instruments and other inventions. He, with his white shirt, his black trousers, his beard and his kipah, played the guitar and sang American hits with a broken voice. He gave it all and knew how to engage the public. Ain’t no sunshine when she’s gone. Behind his glasses, two warm green eyes. It’s not warm when she’s away. So much feeling. It wasn't too long until he had some American backpacker yelling by his side. Ain't no sunshine when she's gone, and she's always gone too long, anytime she goes away. But the one that really fascinated me was her. She was thin and delicate, with Eastern Europe features. She followed the Jewish fashion: a scarf tied around her head so that all her hair was covered except two slim braids that fell down her right shoulder, because she was a bit hippie; sleeves that covered her up until the elbows and a long skirt. Her nose was round. I noticed it because she wrinkled it when she played. And then, her violin. It felt as if they were one. The show was worth seeing. You had to live it with all your senses. He and his guitar begin; she looks upwards, thoughtful, and then she follows him. He puts the rhythm; she puts the feeling. Because what she puts, besides a violin melody that magically fits with any hit that is on the radio at that moment, is feeling. She feels it so much she moves. She swings, from right to left, and then the other way, with all her body, with her eyes closed, as if the wind –or the music- swayed her. I loved staring at her. Goose bumps on my skin. The end of the song is coming. Her eyes are closed and she moves the arch of the violin as if she was drawing in the air. And she does it with such energy, with such passion, that when the song is over, it escapes from her hands and falls down to the ground. She looks shyly at the public that applauds enthusiastic. And suddenly, the whistle of the tram, which is about to pass.



Going up Jaffa Street you get to Mahane Yehuda, a market in which during the day they sell fruit, and at night, beer. That’s right: the Shuk works as any other market during the day, with its yells, its offers and its boxes flying around; and as a bar area for young crowds at night. The doors of the establishments are painted with the faces of important personalities in the history of the Jewish people. Lines of colorful lights hang from the ceiling. The Shuk has all the colors. It is made up of a scheme of alleys through which I never really got to find my way completely, except when I found the ice cream shop that I had established as a reference point (delicious, by the way). And all along them, all sort of restaurants you could ever come up with: a Lebanese, an Italian, a Mexican, a Kurdish. Ane and I loved the Yemeni, a place where there was a small basket in which they asked for either tips and/or telephone numbers and where a very nice guy worked who, when he realized the trouble we were having with the names in Hebrew, offered to surprise us. Since that day on we never bothered to grab the menu and our friend had to surprise us a few times more. The Shuk, with all it has to offer, never sleeps. Except when it’s Shabbat.

***
East Jerusalem, on the contrary, is like a world apart: dirty, chaotic, spontaneous and improvised, but with that Arabic essence that ends up getting you. Wandering around the Muslim quartier implies dodging small stands that sometimes consist on nothing more than an old woman sitting on the floor selling vine leaves. The wrinkles of their faces sticking out of their hiyabs tell the same stories as the stones of the city.
 Wahad kilo b’ashara! Wahad kilo b’ashara!” shouts a young boy with a changing voice because of puberty, offering one kilo of something for ten shekels.




East Jerusalem, especially the area of the Old City, has to be experienced through all five senses. As soon as you cross Damascus Gate and you go down the first step, a mix of smells of spices and coffee embraces you, so strong it’s hard to get used to it. Welcome to the Middle East. I never stopped at a shop of spices to know which one was the one that outstanded the most: I’d rather remember that smell as Jerusalem’s. That smell doesn’t disappear as you go deep into the Old City. Coffee shops, fruit stands, Arab sweets’ stores. Brand trainers and handmade leather sandals are sold indifferently. Pottery and trinket stalls appear to both sides of a narrow street that is lighted up by the lamps of the shops. I remember that, a few days after getting to the city, I told my friends that when I got to bed and closed my eyes lots of colorful images of things I had seen during the day started to cross my mind automatically. Pendants and bracelets, scarfs and skirts, carpets and tapestries. I’ve never seen so many lamps and porcelains together. Hello, hello; welcome to my shop. And the spices, which you can not only smell, but also see. Fruit juices so colorful that it seems they have been made with products from Paradise. A man wearing a keffiyeh on his head and holding a cane smokes while he reads the newspaper in Arabic. You can hear Jerusalem among the shouts of people. Arabs and their habit of speaking at the top of their lungs. Let the neighbor know what's up. The offers of the greengrocer; the counteroffer of the one in front of him. Wahad kilo b’ashara! Wahad kilo b’ashara! And the music of the shops, and of their homes, because in East Jerusalem they take their homes down to the street. It’s not uncommon to see a group of old friends playing some kind of board game in the middle of an alley with the doors of their place widely opened. And even though at the beginning I loathed it, I finally got used to Arab music. You could hear it all day; of course, except whenever Despacito was playing, which was the third local language besides Hebrew and Arabic. But you can hear Jerusalem especially at five specific times a day. A mu'addhin calls for the prayers from each of the mosques of the city when the sun is rising (twice), at midday, in the afternoon, and in the evening. Once again, welcome to the Middle East.





***

Jerusalem is unique and that’s why it’s shocking no matter where you come from. Because you see history, you see politics, you see religion and you see cultures. And you see life, a lot of life. And lots of very different people, with nothing in common between them but an indelible bond to a same land. It took Ane and I a while to talk whenever we were walking around the place, not because we didn’t want to talk, but because what surrounded us left us speechless. It required all of our attention. Four big brown eyes. Because I believe I am not mistaken if I say that Jerusalem is the only place in which I could run into groups of ultraorthodox Jews that hide their gazes under their black hats and two minutes later into a couple of Palestinian women wearing hiyabs with such frequency and casualness. In Jerusalem I got used to walking naturally between dozens of Israeli soldiers each of them carrying a M4 and to dodge children that were running barefoot on the streets. On one same tram, on each side of the corridor, a woman reading the Torah and a young man from the Palestinian neighborhood of Beit Hanina. On one same map, on each side of a line, a world.


Once upon a time there was Jerusalem.