martes, 30 de enero de 2018

3. Jerusalén: no fue "dónde", sino "quiénes"

Ranya fue la primera persona que Ane y yo conocimos en Jerusalén. Y Ranya fue, también, una de las razones por las que nos decidimos por el piso que se convertiría en nuestra casa durante los tres meses siguientes; probablemente, de las más importantes. Ranya era la mezcla perfecta de lo que necesitábamos ahí: de madre francesa y padre marroquí, trabajaba en el Consulado francés, por lo que ya de primeras compartíamos ocupación e intereses. Llevaba en Jerusalén algo más de un año, y anteriormente había hecho su intercambio en la Universidad de Al-Quds, en Cisjordania, de manera que estaba bastante familiarizada con la región. De ahí que, cuando Ane y yo salimos el domingo 2 de julio del pequeño piso con bóvedas de piedra cerca de la Puerta de Damasco ya supiéramos que, aunque nos quedaran otros tres apartamentos por ver, ése era el nuestro. Porque no sólo la casita era de cuento: el hecho de compartirla con una chica con nombre de princesa árabe que era un puente entre nuestra cultura occidental y la vida local era una oportunidad que no podíamos desaprovechar. Y, efectivamente, creo que nuestra experiencia no habría sido la misma sin ella.



Un día Ane y yo comentamos que Ranya era como nuestra hermana mayor de Oriente Medio. Le admirábamos muchísimo. Tenía una sonrisa dulce y tímida, con la que cada mañana nos deseaba: “Have a good day!” antes de irse al trabajo. Hacía yoga en Ramallah y dos días a la semana corría con un grupo llamado Right to Movement, que a través de este deporte defiende de manera simbólica el derecho a la libertad de movimiento del colectivo palestino. Por eso su manifiesto reza:

“Llamamos a corredores de todos los niveles.

Corremos para manifestar nuestra libertad de movimiento.

Corremos por aquellos -y con aquellos- que se ven privados de ese derecho.

Corremos para contar historias desde nuevos rincones del mundo.

Corremos para construir puentes culturales en vez de muros.

Corremos para inspirarte a que hagas lo mismo.

Queremos movernos. Muévete con nosotros.”



Ranya nos hacía recomendaciones que Ane y yo seguíamos a rajatabla. Fue Ranya quien nos sugirió museos, tiendas, y múltiples sitios que acabamos frecuentando en Jerusalén y en Ramallah. Con ella podíamos comentar aspiraciones de futuro y compartir anécdotas del pasado o intercambiar pareceres respecto a la situación política en la región. Al fin y al cabo, Ranya ya había vivido un par de años en los Territorios Ocupados a ambos lados del muro. Por eso Ane y yo pasamos horas sentadas en los sofás de la salita escuchando las historias que Ranya nos contaba en vez de leer los libros que nuestro cónsul nos había prestado.


“¿Te ves quedándote a vivir aquí?”, le preguntamos.


“No lo sé”, contestaba pensativa untando su pita de hummus. “Es difícil”.


Nos contó la impotencia que le generaba la situación. Ranya tenía muchísimos amigos palestinos y no habían sido pocas las veces en las que había vivido realidades que a los ojos de una chica que había crecido en Europa resultaban impactantes. Relataba abstraída y con la mirada baja cómo se sintió en su intercambio en la universidad de Al-Quds al darse cuenta de que, mientras ella volvía en Navidad a su casa en Francia, muchos de sus compañeros no podían ni siquiera visitar Jerusalén, a escasos kilómetros, porque un muro se lo impedía. Nos contó que cuando se iba de camping con sus amigos no podían llevar cuchillos, porque de verles la policía israelí con ellos podían tener problemas. Y la rabia que sintió cuando el taxista que le llevó un día al aeropuerto le sugirió que fueran con tiempo ya que iban a tener problemas porque “Ranya” era un nombre árabe. El taxista tuvo razón.


“No quiero dejar de indignarme ante esas cosas”, nos explicaba seria, pensativa, profunda, en respuesta a nuestra pregunta. “Tengo miedo a que, si me quedo demasiado tiempo, acabe acostumbrándome a que pase eso, como les pasa a muchos aquí, y lo vea normal. Quiero seguir indignándome. No quiero aceptar que pasen cosas así.”


Con Ranya aprendimos un montón. Como ella era musulmana, nos explicó muchísimas cosas de su religión. No practicaba demasiado, pero nos aclaró todo lo que nos intrigaba del islam. Ane y yo encontramos una copia del Corán en inglés en un cajón de nuestro cuarto, y ella nos señaló y nos recitó en árabe los versos con los que suele empezar toda oración a Alá. Nos contó su experiencia la primera vez que fue a rezar a la Mezquita de La Roca, en Ramadán. Según dijo, a Alá hay que rezarle en árabe, por eso la Waqf (la guardia jordana que se encarga de la custodia de los lugares sagrados para el islam en Jerusalén), para controlar que los que acceden al complejo son fieles, a veces les pide que reciten esos versos. Así fue cómo Ane y yo abandonamos nuestra tan planeada travesura de infiltrarnos y colarnos en el complejo durante un rato de oración. (Confieso que habíamos llegado a ver tutoriales en YouTube para aprender a ponernos el hiyab).




Ranya tenía un novio, Mahmoud. Vivía en Beit Hanina, un barrio palestino de Jerusalén Este. Un día intentamos hablarle en árabe con nuestros escasos conocimientos del idioma y no nos entendió nada, así que abortamos misión. Mahmoud cuidaba de Ranya como de una princesa. Uno de los mejores recuerdos que tenemos Ane y yo de ellos fue un día en el que empezamos a hacer ese típico cuestionario de revista cursi de Veintisiete Preguntas Que Si Las Respondes Con Otra Persona Será Como Si Os Conocierais De Hace Más De Diez Años, al que se acabaron uniendo Ranya y Mahmoud. “Si pudieras elegir a cualquier persona del mundo, ¿a quién elegirías como invitado para una cena?”; “si una bola de cristal pudiera decirte la verdad sobre ti mismo, tu vida, el futuro, o cualquier cosa, ¿qué querrías saber?”; “¿Cuán cercana y unida está tu familia?” Mientras Ranya tendía la ropa, bastó que Mahmoud se abriera tan sólo un poquito con las dos compañeras de piso de su novia francesa para que nos diéramos cuenta de lo afortunadas que éramos.


Aunque coincidíamos mucho también fuera de casa porque inevitablemente las tres nos movíamos por los ambientes de los consulados y disfrutábamos mezclándonos en los eventos de los lugareños, el día en el que Ranya más ejerció como hermana mayor fue cuando nos llevó con sus amigos a tomar algo en Belén. A Ane y a mí se nos iluminó la cara ante la propuesta, porque siempre habíamos querido conocer a la gente que hacía que Ranya se sintiera tanto como en casa. Su amigo Nader nos llevó y nos trajo en coche una noche de septiembre, cuando apenas quedaban unos días para que terminara nuestra aventura.


“Tiene una vida entera hecha aquí”, comentaba con Ane en el coche de vuelta después de habernos asomado un poquito más a la vida de nuestra Ranya. “Le va a resultar tan difícil…” 

***

Según parece, Ilai es uno de los nombres para hombre más comunes en Israel. Ilai fue también el nombre de nuestro primer amigo judío.

Le conocimos en la azotea del hostal en el que nos habíamos alojado los primeros días para poder elegir tranquilamente piso, el Abraham Hostel. En realidad Ane y yo ya habíamos hecho el check-out y estábamos de mudanza, pero decidimos descansar un ratito. Era 4 de julio y el personal del hostal estaba decorando la terraza con motivos americanos por el Día de la Independencia. Ilai se sentó a nuestro lado en el sofá con el portátil y le preguntó a Ane por la contraseña del WiFi. Sin embargo, no le dejamos hacer mucho uso de Internet.

Ilai tenía veintisiete años y era pianista profesional. Tocaba desde los nueve, y a los once ya sabía que se iba a dedicar a ello. La primera vez que quedamos con él apenas unos días después nos hizo un detalladísimo cuestionario acerca de nuestra familia y amigos, insistiendo en que era importante saber ese tipo de cosas de la gente porque explicaba mucho de su personalidad. A pesar de que a Ane y a mí nos chocara inicialmente, acabamos viendo que tenía razón. Así, cuando le tocó a él contarnos su historia entendimos que nuestro nuevo amigo tuviera vocación de artista teniendo en cuenta que sus padres se habían conocido en un museo, que el trabajo de su madre había consistido en hacer exposiciones artísticas, y que su hermano pequeño era escultor. Que Ilai hubiera crecido entre teatros y galerías de arte también explicaba que una vez que perdió un vuelo en Madrid dedicara las doce horas vacías que le quedaron hasta coger el siguiente avión en ir a visitar el Museo del Prado.

Ilai era alto y alargado. También eran alargadas su nariz y sus dedos, perfectamente esculpidos por las teclas del piano. Tenía el pelo medianamente largo y ese aire bohemio que caracteriza a todos los artistas, y una sonrisa tímida en la cara muy difícil de borrar. Su inglés era perfecto: había pasado el último año en Nueva York, donde le había surgido una gran oportunidad para su futuro profesional. Por eso, Ane y yo le preguntamos intrigadas por qué había vuelto y no se había quedado a vivir allí.

“En hebreo tenemos una expresión que significa algo así como “ser un traidor””, nos explicó. “Es como… que los judíos que somos de aquí sentimos que no podemos bajarnos del barco y dejar a los nuestros… No después de todo el esfuerzo que supuso para nuestros padres llegar hasta aquí”.


Su padre, un hombre ya mayor, llegó a Israel en 1971. Vino de Rusia atraído por la idea de vivir en un Estado para los judíos. Ferviente sionista según nos describió Ilai, nunca fue, sin embargo, e igual que sus hijos, un judío religioso. Cuando nos contó esto acompañados por shakshuka, hummus y gnocchi en el Tmol Shilshom, un restaurante donde los cócteles llevan nombres de escritores, Ane y yo saltamos con una de las preguntas que más nos rondaba desde que estábamos ahí:

“Pero Ilai, si tu padre no es judío religioso y aún así se define como sionista, ¿entonces…? Quiero decir, si la religión no es algo que compartáis necesariamente, ¿qué significa realmente ser judío?”

Miró pensativo hacia su plato mientras gesticulaba con sus finas manos, como queriendo ordenar sus ideas.

“Pues… en realidad es que es una idea más general… Supongo que se refiere a una cultura, una tradición… literatura, arte… un pueblo”.

Que Ane y yo nos preguntáramos eso tenía su sentido, y no significaba que ignorásemos que todos esos atributos fueran constitutivos, más incluso que una religión común, de la identidad de un pueblo; ni el importante matiz de que el sionismo, como tal, es un movimiento de carácter laico, independientemente de que en un momento naciera de una nostalgia de origen religioso de retornar a la Tierra Prometida tras la expulsión del pueblo judío a principios del siglo II d.C. El motivo de nuestra confusión radicaba en que nos habíamos topado con una ciudad en la que veíamos que la identidad judía se manifestaba en gentes, comidas, y estilos de vida procedentes de todo el mundo, y totalmente dispares entre sí.

Así fue como Ilai nos aclaró a las dos recién llegadas que se habían visto abrumadas por kipás, jaredíes, y múltiples símbolos religiosos las fronteras entre la religión judía y la corriente que, a raíz de la influencia de los nacionalismos durante el siglo XIX, defendería la idea de “un Estado para el pueblo judío” que pusiera fin a tantísimos siglos en el exilio y que se crearía en su territorio histórico: la antigua Tierra de Israel. Igualmente, según nos dijo, y precisamente por esto, no todos los judíos ultra ortodoxos son sionistas, ya que Israel no es un Estado creado por Dios, sino por las personas.


Entre minuciosas descripciones de nuestros amigos más cercanos y anécdotas de lo más variopinto de nuestro amigo israelí, Ilai nos enseñó sus rincones preferidos de Jerusalén. Como Ane y yo por alguna extraña razón pasábamos por locales, Ilai nos buscó un nombre hebreo para cada una: el de Ane fue Maia, y el mío, Noa. También nos llevó una noche al cine a ver una película norteamericana. Al salir, Ane y yo nos dimos cuenta del choque que suponía el mundo de la peli (es decir, nuestro mundo occidental) en comparación con la realidad que ahora nos rodeaba veinticuatro horas al día. Se nos había olvidado por completo.

En tanto que Ilai al final sería nuestro referente más cercano de la cultura judía, le abrumábamos con todas las preguntas que se nos pasaban por la cabeza:

“Oye Ilai, ¿y por qué el candelabro ése de siete brazos menorá, creo que se llama es tan representativo de la cultura judía? ¿Qué significa? ¿De dónde viene?”

De nuevo, Ilai se quedó pensativo dibujando en el aire, buscando la respuesta a nuestra pregunta.
“Pues la verdad es que no estoy muy seguro… Lo miraré en Google y os diré”, respondió, provocando nuestra risa.

“¡A Google también le podemos preguntar nosotras, qué morro! ¡Ilai, pero que lo tenéis por todas partes! ¿Cómo no sabes qué es?”

Un día Ilai nos llevó al Museo de Israel. A Ilai le gustaba la pintura, así que, tras corroborar que nosotras también preferíamos esa sección –el Museo de Israel es enorme y tiene de todo–, nos llevó a perdernos entre cuadros. Se lo conocía al dedillo. Resulta que había sido precisamente en el Museo de Israel donde los padres de Ilai se habían conocido.

“Mi madre trabajó en la restauración de esta sala”, nos comentó ya dentro de la sección dedicada a la cultura judía.

Que fuera en el Museo de Israel donde hubiera comenzado la historia de Ilai revalorizó el museo por completo para Ane y para mí.



***



La primera vez que Ane y yo fuimos a Ramallah (que en árabe significa algo así como “Monte de Alá”) salimos espantadas. A pesar de que el sargento de nuestro Consulado nos la había pintado como una ciudad mucho más occidental que la zona oeste de Jerusalén, a nosotras nos pareció una ciudad sin ley, extremadamente ruidosa y en la que, a pesar de llevar faldas largas hasta los pies y los brazos cubiertos con un pañuelo teníamos, a cada paso que dábamos, decenas de ojos clavados sobre nosotras. Recorrimos las calles en silencio, vigilantes y un poco a la defensiva, aturdidas por el shock cultural que conllevaba estar en una ciudad tan árabe y sin saber muy bien adónde ir. Cuando cogimos el autobús de vuelta comentamos que no entendíamos cómo Ranya podía pasar tantas tardes en Ramallah y que, o no sabíamos leer un mapa y llegar a la zona de bares en la que tan buen ambiente se supone que había, o ese rollo no era para nosotras. Pero nuestra imagen de la ciudad que de facto es la capital administrativa de la Autoridad Nacional Palestina cambiaría radicalmente la segunda vez que fuimos gracias a Dana.




Dana fue un auténtico regalo que, por decirlo de alguna manera, nos dejó en herencia Caupo, uno de nuestros antecesores como becario en el Consulado, y por el que le estaremos eternamente agradecidas. Y es que Dana sería una de las personas que más marcaría nuestro paso por la región. Cuando Caupo y Ane quedaron en Las Arenas, en Bilbao, para que éste le contara a mi amiga su experiencia y le diera algún que otro consejo, le habló de Dana y le dijo:


“Ya la conocerás”.


Ni Ane ni yo comprendimos por qué se limitó a soltar ese “ya la conocerás” en tono profético. ¡Como si fuera tan fácil conocer a una palestina de Ramallah viviendo de forma improvisada en Jerusalén! Pero apenas unas horas con Dana bastarían para entenderlo.


Dana era una chica de veintiún años que había hecho su Erasmus en Bilbao un año y medio antes de que la conociéramos nosotras –período en el cual forjó su amistad con Caupo– y que hablaba un español perfecto con el que empezó sólo desde su estancia en España, lo que tiene un mérito increíble. Al parecer, desde Caupo, Dana se dedicaba a contactar con todos los becarios que pasaban por el Consulado para darles la bienvenida a Palestina y que tuvieran a alguien por la zona. Aunque no todos la seguían, decía, como la chica que fue antes que nosotras que, además, “se puso una foto de perfil con un soldado de las IDF (Fuerzas de Defensa de Israel)”, según nos contaba con cierto pesar. “Creo que no quería tener amigos palestinos…”, cavilaba. Aun así, ella seguía contactando con todos, procurando que se sintieran como en casa. Ésa forma de ser tan hospitalaria de esa cultura… Poco a poco fuimos entendiendo el porqué de ése profético “ya la conocerás”.


Nos encontramos con Dana en la rotonda de Manarah, donde habíamos quedado. No fue difícil identificarla: era de las pocas mujeres que no llevaba velo. Lucía sus rizos castaños al aire, unos rizos definidos y que apenas pasaban la altura de las orejas que, junto al piercing que llevaba en la nariz, le daban un aire muy distinto al de su alrededor. Sus ojos eran de un azul celeste que contrastaban enormemente con su tez morena; de esos ojos azules que cuando te los encuentras en alguien de Oriente Medio son como agua en el desierto. Vestía vaqueros y una camiseta de manga corta ajustada. Ane y yo no nos explicábamos por qué Dana y su look no parecían desentonar en el ambiente, mientras que nosotras, que habíamos hecho todo lo posible por mimetizarlo, salíamos de las mismas calles repasadas de arriba abajo.


Echamos a andar mientras nos presentamos. Poco después nos comentó que esa misma noche tenía una fiesta con unos amigos y nos invitó a ir con ella. Era jueves y a la mañana siguiente entrábamos a trabajar a las nueve, no teníamos ni idea del horario de los autobuses de vuelta –y, a pesar de que ya habíamos hecho la caminata de Belén a Jerusalén no estaba en nuestros planes hacer lo mismo desde Ramallah–, la situación estaba un poco complicada entre palestinos y fuerzas israelíes por los rezos en la Explanada de las Mezquitas y acabábamos de conocer a Dana. Aun así, tanto Ane como yo dijimos en seguida que sí.


Nos enseñó el casco antiguo de Ramallah, que no tenía nada que ver con las calles anárquicas que habíamos visto nosotras por nuestra cuenta, señalándonos un par de sitios donde bailar salsa. Nos contó que estudiaba ADE y que quería vivir en España. Al cabo de un rato, cogimos un taxi con Dana y fuimos al SnowBar. SnowBar era un pequeño oasis donde sonaba “Despacito” casi sin parar, alejado del follón de la ciudad y donde muchos jóvenes palestinos poco convencionales se reunían acompañados de cerveza. Estaba en un pequeño jardín decorado de manera muy original y tenía una piscina donde se celebraban fiestas de vez en cuando. Ranya ya nos había hablado de él. Por aquél entonces no teníamos ni idea de la cantidad de buenos momentos que pasaríamos en SnowBar.



Ahmed apareció en nuestras vidas maldiciendo y farfullando en un español poco fluido: “Puta Palestina, ¡no hay trabajo!” Acababa de volver de una entrevista que se veía que no había salido todo lo bien que esperaba. Se sentó con nosotras, pidió una cerveza y sacó un cigarro mientras nos pedía perdón insistentemente por su estado de ánimo, explicando su desilusión. Ahmed había estado de Erasmus en Bilbao a la vez que Dana, y también era amigo de Caupo. Nuestros nuevos amigos palestinos no tardaron en ponerse melancólicos con mi amiga Ane recordando Bilbao. A diferencia de Dana, Ahmed no se había tomado el español tan en serio como su amiga, pero de vez en cuando soltaba alguna que otra expresión que recordaba de su Erasmus o que había aprendido viendo la serie Narcos.


“Yo soy Pablo Escobar: ¿plata, o plomo?” repetiría con su acento palestino durante todo el verano.

Ahmed era muy menudo. Tenía barba y solía vestir con camisa. Era espontáneo, desvergonzado, descarado y sagaz. Un auténtico terremoto. Y tremendamente divertido. Hablaba rápido, como tropezándose con sus propias palabras, que parecían un obstáculo a sus ganas incontenibles de terminar con lo que estuviera contando para pasar a otra anécdota más. Nos presentó a la cerveza palestina que más orgullo le generaba, Shepperds, diciendo que era la cerveza de Jesús porque el logo tenía la imagen de un pastor que evocaba en cierto modo la imagen del nazareno.


Lo único a lo que me costó hacerme de Ahmed fue su forma de conducir, que se extiende a la forma de conducir de todos los palestinos. Primera noche en Ramallah, nada más conocerles, yendo de un bar a otro: Enrique Iglesias sonando al máximo volumen que permitía el coche; Dana, Ane y yo en los asientos traseros mientras Dana cantaba a voz en grito y daba golpes en el techo del vehículo; Said, el mejor amigo de Ahmed, de copiloto; y Ahmed conduciendo mientras bebía, cantaba, y fumaba un cigarro. No sé a qué velocidad íbamos y creo que prefiero vivir ignorando ese dato. Ane y yo más tarde comentaríamos que habíamos llegado a temer de verdad por nuestras vidas y cómo ambas nos habíamos imaginado lo que pensarían nuestros padres –a los que había costado mucho convencer de este destino– al enterarse del trágico a la par que inesperado final de la vida de sus hijas. Aun así, he de reconocer que llegó un día en el que Ane y yo terminamos por perder el miedo a los viajes en el coche de Ahmed y que acabamos incluso asomándonos por la ventana, melenas al viento, cediendo ante la imprudente y desenfadada vida de nuestros amigos palestinos. 


***



A Saleh le conocimos en la bulliciosa calle de Salah Al-Deen, yendo a sacar dinero. Todo fue culpa de una mesita a la entrada de una tienda de café en la había un cartelito que decía: “Free Coffee”. Yo me paré curiosa: uy, café árabe; el dueño de la tienda salió amable: ¡probad, es gratis!; Ane me miró dubitativa: Ana, vámonos… Pero Ranya nos había advertido de que los árabes eran así, hospitalarios, charlatanes, abiertos, generosos, y de que no nos sorprendiéramos de que nos ofrecieran su ayuda o de que nos invitaran a cosas sin ningún móvil o interés más que intercambiar un rato de conversación. Por eso al final nos tomamos no uno, sino dos vasitos de café árabe y probamos tres tipos de chocolate diferentes. Tardamos más de tres horas en ir al banco.


La tienda de Saleh era pequeñita. Más bien era un pasillo estrecho y alargado, con paredes de piedra. Cada pared estaba repleta de repisas llenas de todos los tipos de café posibles y de múltiples variedades de chocolates y dulces, árabes y de muchos otros tipos. Siempre que íbamos a ver a Saleh él se apoyaba en una pequeña mesita y mientras charlábamos sus manos jugaban con los granos del café aún sin moler. Era tan característico de él que el día en que nos despedimos le pedí llevarme un puñadito de esos granos en una bolsita, para recordarle.




Saleh había estudiado un máster en Derecho internacional en Italia, por eso tenía un rollito un poco más europeo que cualquiera que pudiera pasar por Salah Al-Deen. A mí me llamaban especial atención sus zapatos y su forma de peinarse. También había veces en las que gesticulaba demasiado y cuando no encontraba sitio donde aparcar decía improperios en italiano. Era alto y fuerte, y tenía unos treinta y cinco años. Y era una auténtica enciclopedia. Había trabajado en organismos internacionales y había escrito alguna vez para Al Jazeera. Con Saleh aprendimos de historia, de relaciones internacionales, de la cultura y tradición árabes. Seguramente fue el palestino con el que más pudimos hablar del conflicto israelo-palestino y de la situación política de la región


Además de vender café en la tienda de su familia, nuestro amigo era novelista. Como escribía en árabe no pudimos ver más allá de su extraña caligrafía, pero él nos relataba sus historias ilusionado e interesado en nuestra opinión. Poco después de irnos nosotras de Jerusalén le publicaron una novela que llamó “Mil miradas perdidas”.

Fue Saleh quien nos descubrió a Ane y a mí la existencia del kunafeh. Creo que no existen palabras para describir el kunafeh. Es un postre típico de Palestina maravilloso. Consiste en una especie de pastel hecho de algo como los cabellos de ángel, mantequilla, un queso similar a la mozzarella, almíbar y pistacho molido. Nos llevó a un sitio de Beit Hanina que habían abierto recientemente y que Ane y yo volveríamos a visitar con cualquier excusa que se nos ocurriera. Entre el kunafeh y todos los bombones y dulces que nos daba a probar cada vez que le íbamos a visitar a su tienda, Saleh nos condenó a abortar cualquier posible amago de operación bikini que hubiéramos hecho ese verano.

Después del kunafeh, Saleh nos llevó a fumar cachimba, el plan por excelencia. Entre bocanadas de un humo afrutado nos explicó todo tipo de curiosidades de su cultura. Con Saleh aprendimos que la palabra “asesino” procede del árabe “hashishin” y que antiguamente se refería a la secta religiosa chií-ismaelita de los nizaríes, o el significado de la llamada al rezo que nos perseguía cinco veces al día. Ane y yo le escuchábamos y preguntábamos fascinadas, aunque Saleh siempre se preocupaba porque se pensaba que me estaba durmiendo.


“Que no, Saleh, ¡es mi cara de concentración!”, explicaba una y otra vez.


Saleh también fue la persona que con más ilusión seguía nuestros escasos avances el idioma. Cada semana nos animaba a enseñarle lo que habíamos aprendido en la última clase. Intentó (aunque en vano) enseñarnos a escribir y nos regaló a cada una un libro de árabe para niños. Insistía orgulloso en que, de quedarnos un año, no tendríamos ningún problema para defendernos en su lengua. 


Visitar a Saleh significaba salir de su tienda tras recibir un cumplido, un chocolate, un café y una lección (o varias) sobre cualquier tema, un montón de risas y las reflexiones de un novelista. Ningún local de toda la calle Salah Al-Deen ofrecía nada que permitiera compararlo al estrecho pasillo del negocio familiar de Saleh.