lunes, 27 de abril de 2015

Paren el mundo; me quiero bajar.

Los descansos ahora van acompañados del aroma del tomate y el aceite de las tostadas del desayuno de mi amiga. Y del café. Que no falte el café. A veces es necesario acompañarse de pequeños detalles y obligarse a disfrutarlos. Obligarse a respirar.


Últimamente el mundo se mueve demasiado deprisa. Ya ni los meses esperan al buen tiempo, parece ser. Mayo se acerca y lo único que sigo oyendo al Hombre del Tiempo de la radio es "borrasca" (nunca había escrito "Hombre del Tiempo", pero lo pondré con mayúsculas por lo importante que es en el día a día de todo el mundo. Y porque yo, de pequeña, quería ser Mujer del Tiempo).

Tampoco esperan los almendros a la primavera. Por esperar, no me esperan ni a mí. Hace nada perfumaban las calles de Madrid y ahora ya no queda ni rastro del rosa de sus diminutas flores. Visto y no visto.

La cafetería parece reflejar mejor que nada esa sensación de velocidad. La gente entra y sale a ráfagas. En un santiamén, el pobre camarero ha pasado de estar en una lado de la barra a estar en el otro, con un café y dos platos de desayuno. Yo no podría hacer eso.

Pero ahí estamos, sentadas, viendo la vida pasar. Respirando.

Últimamente, me estoy dando cuenta, nosotras mismas nos estamos moviendo demasiado deprisa. Y a veces me da miedo, porque el tiempo se nos va de las manos. Se escabulle entre nuestros dedos. Y, desgraciadamente, el tiempo es de las pocas cosas que no podemos recuperar.
Supongo que por eso la típica frase, ya sabéis: "el tiempo es oro". Como buen proyecto de economista que soy, sé que las cosas que escasean son las que más valor tienen. Simplemente por eso, porque no hay más: tienes lo que tienes, y si quieres más, te aguantas.

Y yo quiero que los días tengan más de 24 horas.

Pero no.

Soy de las pocas que resiste la tentación de robarle a mi amiga un mordisco de la tostada, pero el pequeño paréntesis merece la pena. Al fin y al cabo, nunca viene mal un alto al fuego.
Y digo alto al fuego, porque, después de todo, esto no es otra cosa que una batalla más: la batalla de ir contrarreloj. La batalla en la que nosotros mismos somos los que estamos a ambos lados de la pistola. Porque somos nosotros los que corremos, y nosotros los que nos quedamos atrás. Algún día, sin darnos cuenta, será portada la noticia de Cómo Nos Dejamos Arrastrar Por El Apremio.

Hoy he bajado velocidad en esta carrera. Necesitaba parar para comprobar que no me estaba dejando demasiadas cosas atrás.
Como esto. Descansar. Tomar café, por gusto -aunque reconozco que yo estoy apechugando con una Coca Cola Light sin cafeína. Daños colaterales de ir siempre con las prisas. Y de los nuevos envases de Coca Cola-. Escribir. Me encantaría subirme en el Metro y volver a sacar mi libro de Dickens, que está a mitad -o ni siquiera, porque reconozco que me está costando un poco-, en vez del Código Penal. Me encantaría darme a la fuga un fin de semana y respirar el aire de los campos de Soria. Quedarme frita viendo una serie, y no freírme con la lámpara de mi mesa de estudio.

Recogemos pitando porque, vaya por Dios, se nos ha ido la hora y llegamos tarde a Macroeconomía (Macroeconomía se merece menos que el Hombre del Tiempo ir con mayúsculas, si se me permite). Todo para que, tan solo una hora más tarde, tengamos que ir corriendo para coger el Cercanías. Otro claro ejemplo de las catástrofes de las prisas.
Haré un breve paréntesis aquí, porque de verdad merece la pena. Veréis, el concepto Cercanías es todo un espectáculo. Y es que, si hay algo peor que que se te escape el tiempo, es que se te escape el tren. Así que, cuando aún estamos a nuestros 100 metros y vemos al aparato del diablo llegar, se da el grito de guerra: ¡Corremos! Y comienzan los 20 segundos de adrenalina.
Los efectos pueden ser devastadores. Hubo un día en el que sonó el pitido de que las puertas se iban a cerrar, y la gente seguía subiéndose, y una pobre chica se cayó (y, evidentemente, lo perdió). Este evento es mundialmente conocido como el Día del Apocalipsis. Y normalmente es decorado con otras catástrofes, como que a una mujer se le quedó el bolso pillado por la puerta, o que una pareja fue separada por las puertas, quedando uno detro del vagón, y otro fuera. Todo sea por dar un toque trágico.

Últimamente me encantaría parar las agujas del reloj. A veces me asusta verme en este torbellino. Pienso, "yo no estoy hecha para ir a estas velocidades". Nunca me gustaron ni las motos ni las montañas rusas. Pero este es el día a día. Así que supongo que habrá que saber sobrevivir. 
Quisiera dejar de sentir que voy a contrarreloj y que voy con el reloj. Y por eso, a veces sí que es cierto que es bueno frenar en seco. Dejar de responder al grito de guerra de ¡Corremos!. Porque, si no lo hacemos, puede que nos encontremos en un "Apocalipsis" 2.0.

El tiempo es oro y a veces hace falta pararse a disfrutarlo. Aunque ello implique perder un tren.

Y creo que eso, es algo que todos nos deberíamos recordar más a menudo.

Con el café. Que no falte el café.

martes, 6 de enero de 2015

El poder de las palabras

"Los mejores recolectores de palabras eran los que comprendían el verdadero poder de las palabras, los que subían más alto. Uno de esos recolectores era una niñita escuálida. Se la conocía como la mejor recolectora de palabras del lugar porque sabía lo indefensa que se encontraba una persona SIN palabras. 

Por eso ella podía subir más alto que los demás, las deseaba, estaba sedienta de ellas."
 El árbol de las palabras, Max Vandenburg.
La Ladrona de Libros, Markus Zusak.


Una vez alguien me dijo que las palabras no valían nada. Una vez, esa misma persona, acabó por convencerme. Lo más irónico de todo es que lo hizo con palabras.

Pero al final la vida pasa y pesa, y como yo siempre he hablado mucho, leído mucho, y escrito mucho, mis neuronas volvieron a sus quehaceres habituales y se devotaron a la honorífica tarea de Utilizar Las Palabras.



Cuando rebatía a esa persona que las palabras eran el tesoro de la raza humana, mi tesis era sólida: usamos las palabras para reflejar lo que llevamos dentro. Quizás no siempre se ajusten como anillo al dedo, pero, hasta el día de hoy, el hombre no ha inventado nada mejor. Tampoco creo que suponga un problema muy grave. Con las palabras puedes hacer cosas maravillosas. Puedes hacer promesas, y romperlas. Puedes contar cuentos, mentiras, y verdades. Hay personas que hacen auténticas obras de arte con las palabras. Gente como Shakespeare o Cervantes, aunque a mi hermana le esté amargando el Bachillerato. Rimas de todo tipo, sonetos y liras, con majestuosas y elaboradas figuras retóricas, de esas que también le amargan a mi hermana los estudios. Puedes hacer reír, hacer llorar. Puedes conquistar, países y personas. Puedes romper corazones. Con las palabras puedes transmitir ideas, conocimientos, y chistes. Y puedes jugar con las palabras, y hacer listas -como ésta, que se me está yendo de las manos-, y amigos, y también enemigos. Enseñar, y aprender. Con las palabras puedes sanar. Usamos las palabras todo el rato. ¿Cómo no van a ser valiosas? La gente paga por las palabras. Y en el fondo, es porque, como dijo Max Vandenburg en La Ladrona de Libros, todos sabemos lo indefensa que puede ser una persona sin palabras. Las palabras de Liesel fueron lo que la convirtieron en la heroína de su historia. Porque, en definitiva, todo lo que puedes hacer con las palabras se resume en dos cosas: construir y destruir. Y eso, en realidad, es prácticamente todo.


Utilizar Las Palabras es una tarea diversa y amplia. Desde emisor a receptor, por vía oral o escrita. He de reconocer que Aristóteles no me caía muy bien, aunque en ocasiones como ésta recurra a su sapiencia, pero como antagonista a la Sofística -palabra que va sin duda a la Lista de Palabras Guays que tengo con una gran amiga cuyo nombre es capicúa-, defendió el lenguaje no como un objeto en sí mismo, sino como un mediador, calificándolo como la "diferencia específica de la especie humana".



Creo que leer engrandece. O mejor aún: enriquece. Parecerá infantil, pero no pocas veces me encuentro en mi cuarto mirando y admirando mi estantería de libros, regocijándome en todos aquellos que ya me he leído y planeando minuciosamente el orden en el que devoraré los próximos. Al final siempre cambio el orden, o se me cuela algún otro que no tiene su hueco en mi estantería; normalmente recomendaciones de mi madre, una vez me ha dado tanto la lata con que me lo lea que me siento en el deber de auto-salvarme del spoiler; o los libros preferidos de las personas a las que quiero conocer (más). Empecé a hacer esto último hace un par de años y la verdad es que no me ha ido mal. Al fin y al cabo, las palabras están para transmitir. Y, en verdad,tampoco importa tanto quién las haya escrito. Las palabras son de todos -independientemente del concepto de propiedad intelectual, claro está-, y si te sientes identificado con ellas, es porque, de una u otra forma, pueden contar tu historia. O tu forma de ver las cosas. Siguiendo a Aristóteles -otra vez-, como medio.


También me encanta escribir. No hay más que verme. Y quien dice escribir no dice necesariamente ser Shakespeare o Cervantes. Yo escribo porque hablo mucho y pienso mucho. Y porque quiero ser como Carrie, encarnada por la célebre Sarah Jessica Parker en Sexo en Nueva York, o creérmelo. Escribo porque, de todas las cosas que puedes hacer con las palabras, escribir es, quizás, la mejor manera de construir.

Acabo -literalmente- de terminarme el bestseller de moda, Bajo La Misma Estrella, de John Green, como parte de mi labor de Leerme Los Libros Preferidos De Las Personas A Las Que Quiero Conocer Más. He de decir que al Señor Green se le da bien eso de Utilizar Las Palabras, porque a mí me ha hecho tanto reír como llorar. En fin, volviendo a su obra, me ha impactado la obsesión de Augustus Waters de dejar huella. Y me ha impactado no porque me parezca ridícula o porque no la comparta, sino todo lo contrario. Hace unos años, unas amigas y yo hicimos nuestra lista de Cosas Que Hacer En Ésta Vida. El punto número uno o dos de la lista de todas nosotras, a veces alternándose con Ser Feliz, era el mismo: Dejar Huella. Lo que más asustaba a Augustus Waters era el olvido -no estoy haciendo spoiler a nadie, lo dice nada más aparecer en la secuencia. Y supongo que como a él, a todos o casi todos los que hayan hecho una lista como la que hicimos nosotras aquél día.



La persona que me quería convencer de la inutilidad de las palabras me decía que podías utilizarlas sin compromiso, regalarlas, distorsionarlas. Y es verdad. Pero no creo que por eso tengan menos poder. Porque, al final, lo que hagas con ellas, depende de como tú quieras usar ese poder.

Yo escribo porque me gusta construir. Para mí las palabras son como ladrillos. Puedes usar palabras para levantar rascacielos. Y, al final, la obra de arte residirá en el rascacielos. Pero, para el rascacielos, has necesitado los ladrillos. Igual que nosotros necesitamos las palabras.
Escribir es algo que yo siempre he hecho por gusto, porque lo necesitaba. Yo he notado el antes y el después cuando he escrito cartas que jamás se leerían, pero repletas de las cosas que hubiera dicho; y estuvieran escritas como estuvieran, a mí me ha dado la vida trasnochar para sacar todo lo que llevaba dentro. Por eso escribo, en el fondo. Porque la vocecita en off no se calla nunca, y alguien tiene que hacerla caso. Y a veces solo consiste en dejarse llevar. Y, sin darnos cuenta, a veces estamos haciendo mucho más de lo que somos conscientes. He ahí su magnificencia. En La Ladrona de Libros, Liesel Meminger veneraba las palabras, y a pesar de no darse cuenta de lo que hacía con ellas, Max la calificó como la mejor "recolectora de palabras". En la versión original de la obra, Zusak empleó el término "world shaker", algo así como "agitadora del mundo". Liesel hizo el mundo temblar. Y lo hizo porque, de una u otra forma, ella entendió, en el contexto de la Alemania Nazi, el poder de las palabras.


Con palabras puedes hacer promesas, hacer reír, hacer llorar. Construir, destruir. Dejar huella. La huella que quería dejar Augustus Waters. Las palabras son poderosas porque establecen puentes entre quienes las comparten. Por eso Montaigne dijo que la palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha. Y las personas van y vienen, pero las palabras se quedan. Como alguien dijo una vez:

Escribir nos hace inmortales.


"Antes, las palabras la habían hecho sentirse como una inútil, pero ahora, cuando se sentaba en el suelo junto a la mujer del alcalde, experimentaba una innata sensación de poder. Ocurría cada vez que descifraba una nueva palabra o construía una frase.
Era una niña.
En la Alemania nazi.
Qué apropiado que descubriera el poder de las palabras. 
(...)
Y la ladrona de libros lee, relee y vuelve a leer la última frase, durante horas.
«LA LADRONA DE LIBROS»
ÚLTIMA LÍNEA
«He odiado las palabras y las he amado, y espero haber estado a su altura.»"
La Ladrona de Libros, Markus Zusak.
A.